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“El espíritu docente como el mejor regalo de todos”

Siempre digo que cuando alguien hace las cosas con pasión, se convierte en un gran físico que no desafía el tiempo, ni la cronología, ni las leyes del espacio sino que juega con ellos hasta olvidarlos por unos instantes, instantes que pueden durar extenuantes horas para la mente adulta.

¿Nunca escucharon a un niño asegurar que era un pirata cubriendo orgullosamente uno de sus ojos y elevando una rama caída del árbol de la esquina? ¿Quién se convierte ahora en la madre de esas criaturas que son macetas con tulipanes y solo tierra húmeda? ¿Cuántas veces sentirá el latido del corazón de su amigo, el sapo, con el estetoscopio de juguete que le compró su papá?

Es entonces cuando en la inmensidad del desorden y entre las infinitas opciones que permite la imaginación… yo decidía ser nada más y nada menos que un maestro. Un maestro que se reconciliaba diariamente con su soledad, que rompía la estructura para abrir posibilidades de cambio, que atravesaba paradojas y que buscaba singularidad en su estilo. Un docente que intentaba reproducir estrategias dinámicas de enseñanza con unos alumnos súper curiosos pero que aún tomaba exámenes con calificaciones y marcaba las hojas con el color rojo de una lapicera de gel.

La época en la que más trabajé fue desde los cuatro hasta los once años de edad porque había llegado a tener cuarenta y dos muñecos de peluche entre nativos y extranjeros. Sí, leyeron bien, eran oriundos de San Bernardo y también estaban los estudiantes de intercambio que venían del sur de Florida (o eso decía yo para recrear diversidades de capital sociocultural en el aula). Éstos sumaban casi la mayoría del total de la sala y, finalmente, se quedaron conmigo y sus compañeros de curso para no separarse jamás. Sabíamos desde un inicio que propiciar la socialización era la clave segura para crecer como comunidad porque ya lo habíamos leído en las revistas Billiken y nos daba resultados.

Sin embargo, también tenía que evaluarlos, ingrediente substancial de la retroalimentación. Los que mejores notas evidenciaban en el boletín anual eran Patón, un pato con una corbata azul a rayas de lo más divertido; Babau, un perro siberiano con unos pómulos regordetes y una astucia insuperable y Felipe, un reno de bosque que se lo quité a Papá Nöel antes de tiempo e incluso deshice una costura por la que tenía entrelazado un gorro de color morado. Las observaciones finales tenían un sellito de colores sin importar la nota con un mensaje especial para cada uno de ellos pero lo que más repetía era "TE FELICITO", "MUY BIEN" y "POCO SATISFACTORIO" en imprenta mayúscula debido a la velocidad que había adquirido en la destreza de la tipografía.


En consecuencia, las mesas de examen las conocí con mis muñecos, porque algunos tenían que recursar alguna materia y otros rendían en exposiciones orales mientras alguna vecina se preguntaba: "¿con quién está hablando este chico?" y mi madre respondía: "son sus alumnos, está dando clases".

El mejor regalo de la infancia era tenerlos a ellos sentados en una ronda porque quería verlos sin que ninguno quedase detrás, porque en las dinámicas de presentación participaban todos y todas cubriéndose y descubriéndose con papel metalizado.

El mejor regalo que les hice fue un pizarrón negro y una caja completa de tizas blancas como el que observan en la fotografía para imaginarme que alguno podía llegar a escribir su nombre en él.

Y ellos, inanimados, siempre con sus caras contentas escuchándome por horas me nutrieron con el espíritu docente como el mejor regalo de todos los que alguna vez me han hecho.

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